
Los más sabios del lugar –niñatos y no tan niñatos poseedores tanto de cuerpos esbeltos, musculosos y bronceados, como enclenques, huesudos y paliduchos, e incluso gordos, fofos y peludos– ya cayeron en la misma cuenta hace algunos veranos y por ello tomaron la docta e higiénica decisión de no llevar camiseta durante los meses de estío. De puta madre. Y fue entonces cuando, en una medida social admirable que arrancó lágrimas de emoción entre los contribuyentes malagueños, el ayuntamiento tuvo a bien invertir el dinero de los ciudadanos en repartir camisetas durante la feria para todos aquellos a los que no les sale de los huevos taparse como Dios manda. España y olé.
Recuerdo bien cuando en mi época de estudiante de instituto –en la que casi no estudiaba y casi no pisaba el instituto– un buen puñado de chaveas vestíamos camisetas de grupos heavy, a menudo portadas de discos donde figuraban demonios, calaveras o guerreros portando espadas descomunales y sanguinolentas. En aquella época aquellos forajidos juveniles estábamos mal vistos y éramos motivo de escarnio y azote verbal por parte de vecinos respetables y ancianas bondadosas. Y eso que saludábamos al entrar y al salir, sujetábamos la puerta y ayudábamos con las bolsas de la compra. En nuestras conversaciones pilladas al vuelo no se percibían como parte de nuestro vocabulario palabras como paliza, navaja, pistola o –sin duda en el mejor de los casos– mamada (llámenme puritano, pero soy de los que opinan que ciertas cosas no se deben decir en público, y menos aún con la boca llena).
¿Saben qué? Pueden llamarme también elitista, altanero, excéntrico o cualquier otro epíteto de su gusto que se les venga a la cabeza, pero a día de hoy y con el paso de los años, quien esto escribe confiesa pasarse medio verano vistiendo camisetas de equipos de fútbol de 65 euros la unidad. Porque me gusta el fútbol y porque puedo pagarlas. Porque no hay nada más cómodo y porque sientan de lujo. Porque no faltan al respeto ni al buen gusto. Porque esas sí que quedan de cojones.