Esta mañana caminaba bajo el sol de vuelta a casa cuando me he cruzado con un tipo de unos veintitantos años vistiendo una camiseta donde se leía DeCojones. Así, a lo vivo. Camiseta azul marino y letras con un cierto resplandor de brillantina, para que el mensaje quedase no sólo libre de ambigüedad sino lejos de pasar inadvertido. Hoy en día se comercializan con un éxito sin precedentes camisetas con lemas tan loables, ingeniosos y dignos de nuestra lengua hispana como “Bailo como el culo pero follo que te cagas”, “Fuma folla y bebe, que la vida es breve” o “España tan seca y tú tan húmeda”. Y hete aquí que me ha dado por pensar, así como quien no quiere la cosa, que no sé yo para qué puñetas se pone la gente ropa para taparse sus vergüenzas cuando luego las llevan desvergonzadamente estampadas en la camiseta.
Los más sabios del lugar –niñatos y no tan niñatos poseedores tanto de cuerpos esbeltos, musculosos y bronceados, como enclenques, huesudos y paliduchos, e incluso gordos, fofos y peludos– ya cayeron en la misma cuenta hace algunos veranos y por ello tomaron la docta e higiénica decisión de no llevar camiseta durante los meses de estío. De puta madre. Y fue entonces cuando, en una medida social admirable que arrancó lágrimas de emoción entre los contribuyentes malagueños, el ayuntamiento tuvo a bien invertir el dinero de los ciudadanos en repartir camisetas durante la feria para todos aquellos a los que no les sale de los huevos taparse como Dios manda. España y olé.
Recuerdo bien cuando en mi época de estudiante de instituto –en la que casi no estudiaba y casi no pisaba el instituto– un buen puñado de chaveas vestíamos camisetas de grupos heavy, a menudo portadas de discos donde figuraban demonios, calaveras o guerreros portando espadas descomunales y sanguinolentas. En aquella época aquellos forajidos juveniles estábamos mal vistos y éramos motivo de escarnio y azote verbal por parte de vecinos respetables y ancianas bondadosas. Y eso que saludábamos al entrar y al salir, sujetábamos la puerta y ayudábamos con las bolsas de la compra. En nuestras conversaciones pilladas al vuelo no se percibían como parte de nuestro vocabulario palabras como paliza, navaja, pistola o –sin duda en el mejor de los casos– mamada (llámenme puritano, pero soy de los que opinan que ciertas cosas no se deben decir en público, y menos aún con la boca llena).
¿Saben qué? Pueden llamarme también elitista, altanero, excéntrico o cualquier otro epíteto de su gusto que se les venga a la cabeza, pero a día de hoy y con el paso de los años, quien esto escribe confiesa pasarse medio verano vistiendo camisetas de equipos de fútbol de 65 euros la unidad. Porque me gusta el fútbol y porque puedo pagarlas. Porque no hay nada más cómodo y porque sientan de lujo. Porque no faltan al respeto ni al buen gusto. Porque esas sí que quedan de cojones.