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The Garrick Bar - Montgomery Street (Belfast, Irlanda del Norte). |
Existe una ciudad donde apenas brilla el sol y donde la lluvia, fina e intermitente, cae de un cielo gris que encuentra su fiel reflejo en las calles que sobrevuela. El frío no cala los huesos, pero alcanza a penetrar el alma de un permeable forastero. En ella no encontrarás célebres monumentos históricos ni museos que alberguen obras de arte de valor universal e incalculable. Ninguna visita guiada por la que fuera cuna y hogar de algún mítico artista del pasado. Sus lóbregos edificios transmiten la sensación de descuido de una ciudad que a lo largo de los años ha vivido pendiente de su supervivencia. Tan solo el esmero de unos murales ametrallados con la pintura ensangrentada de quien a nadie odia más que a su propio hermano. Como en un cuento de horror, hay calles y distritos donde sus vecinos te observan desde el umbral de la puerta o desde el interior de un coche estacionado con los ojos de un animal, una fiera con tanto instinto de presa como de cazador, donde el desconocido es extraño, el extraño es ajeno y lo ajeno huele a enemigo mortal.
Esta ciudad no es Roma ni Atenas: sus ruinas no son parte de un pasado con sabor añejo a gloria y esplendor, como esos imperios que aún hoy viven y por siempre vivirán en la memoria colectiva del ser humano. Hermanastra de Berlín sin herencia familiar en la historia de Europa. Ciudad partida en dos y segregada por el dolor. Como en la calzada del gigante, el camino para unir dos tierras permanece inconcluso, inmutable, como una leyenda que ni el hombre ni el tiempo son capaces de borrar. Tan imposible como hacer un viaje caminando sobre el mar. Y sin embargo, subido en sus rocas, sintiendo el rugido de las olas mientras el sol y las nubes hacen trucos de magia desde un cielo ancestral, uno sueña que ese sendero no acaba, que si echas a caminar y pisas con paso firme, algún día encontrarás la tierra al otro lado del mar...
Hoy he vuelto a deambular por sus calles, a ratos perdido por el olvido, a veces guiado por la sombra de mis recuerdos o destellos de intuición. Quizás el cielo nunca deje de ser gris. Quizás el frío jamás congele un odio que parece inmortal. Como dos huérfanos separados, quizás la noche y el día jamás se lleguen a unir. Quizás nunca llegue un mañana en que el sol la deje brillar, pero aun así, la ciudad vestida de gris desprende una luz propia que nace de la gente corriente, personas que yo conocí: humildes, amables, sencillas, abiertas… Personas que viven y dejan vivir. Porque el encanto de algunas ciudades reside en la dignidad y el coraje de quienes viven allí.