Yo fui un adolescente gordo, muy gordo, gordo como yo sólo. Tan gordo era que no era yo, sino nosotros. Estábamos tan gordos yo y yo mismo que una vez incluso llegamos a caernos de la cama por los dos lados. Aún hoy me está doliendo el chichón, y no precisamente porque cayera de cabeza (de hecho caí de barriga por pura lógica gravitatoria), sino porque al subir de nuevo al lecho nos dimos un cabezazo tremendo con nuestras cabezas. Tan gordo estaba yo que, a veces, en vez de nosotros era incluso ellos, pues de voluminoso que era me salía de mí mismo. Siempre he tenido muy mal sentido de la orientación y además en aquel entonces no me gustaba hacer ejercicio, así que cuando me salía de mí sólo daba una pequeña vuelta, me compraba alguna golosina y volvía hacia dentro; lo malo es que un día me olvidé las llaves y tuve que dormir en otro cuerpo (que no sobre otro cuerpo, ya habría querido yo...).
Para nosotros los gordos es muy duro tener que llevar zapatos. No se pueden hacer una idea hasta qué punto, mis queridos lectores con figura de sílfide exuberante. ¡Algunos gordos están tan gordos que no alcanzan a anudarse los cordones! Es por ello que la mayoría calza mocasines, a pesar de que la gente suele atribuirlo al hecho de que los gordos son gente elegante y distinguida. ¿Saben una cosa? Conocí una vez a un gordo tan inmenso que no pudo asistir a su propia boda por no poder atarse los cordones de los zapatos. ¡En serio! De hecho se lo encontraron muerto horas después en esa misma posición. El forense dijo que había muerto de aburrimiento, aunque yo siempre he pensado que no fue sino de pura vergüenza. Los gordos de su barrio aún se persignan al pasar ante la escultura con la que le homenajearon sus vecinos inmortalizando la imagen de su desgraciada muerte, aunque ninguno se arrodilla por miedo a no poder levantarse después. Y se preguntarán ustedes qué fue de de la desdichada novia. Pues bien, quedó tan marcada por la traumática experiencia que se acabó casando con una tarrina de lomo en manteca. Es cierto que ésta nunca la trató con la misma ternura que su malograda pareja, pero eso sí, al menos a la tarrina no le olían los pies.
Soy consciente de que hasta ahora sólo he llevado a cabo una exposición de inconvenientes acerca de la gordura, pero no crean, mi intención es demostrarles que el sobrepeso también puede tener sus ventajas, e incluso que la delgadez a veces puede ser una pesada carga, por paradójico que pueda resultar. Conozcan si no el caso de una gorda que iba a bordo del mítico e infausto Titanic: la señora en cuestión era una rotunda pieza de ciento ochenta kilos de peso que, llegado el trágico momento de abandonar la nave, como quiera que hundía todas las balsas en las que se subía (sabe Dios si no fue ella solita la que hundió el barco), no tuvo más remedio que arrojarse al agua en un arranque de temeridad, logrando sobrevivir de forma milagrosa agarrándose a su propia barriga como si de un flotador se tratase. Eso sí, la pobre mujer tuvo la mala suerte de abrir el tapón del aire por accidente, y cuando volvió a colocarlo en su sitio ya tenía la figura de Cindy Crawford –yogur vitalínea en ristre incluido–, la cual resultó ser demasiado apetitosa para los tiburones, no sé si me entienden.
No me gustaría poner fin a estas memorias sin reflexionar en voz alta acerca de un fenómeno social que siempre me causó perplejidad y aún hoy día continúa provocándome honda desazón. ¿Por qué los gordos estamos tan mal vistos y no así los flacos? Con todo el espacio que ocupan los gordos no alcanzo a entender cómo no se les ve mejor.